miércoles, 13 de diciembre de 2017

¿Estás de acuerdo con el maltrato animal en nombre de la ciencia?


Justificar o condenar el maltrato animal siempre nos llevará a sentir culpa por al menos una criatura a la que nos hemos apegado en algún momento de nuestras vidas

Hay muchas razones para sentir apego hacia los animales. Hay a quienes la simple presencia de un conejo los hace pensar en las cosas buenas de la vida; a otros –a pesar de ser alérgicos– les obsesiona la elegancia y el misterio que encierran los gatos. Personalmente, ese amor nació cuando perdí a mi primera mascota. Bobby, un beagle sospechosamente "original" que fue un regalo de cumpleaños por parte de algún familiar. No lo tengo muy claro: el cachorro fue la primer muerte trágica y, sin lugar a dudas, la única razón por la que prometí dejar de comer carne por muchos años.



Es increíble que un perro atropellado te haga cambiar toda una perspectiva sobre la comida, una poderosa razón (por necesidad fisiológica y por el placer que produce) para estar vivo. Sabiendo que, al igual que Bobby, muchas criaturas mueren a causa de la industria alimenticia, clavarle un tenedor a un bistec que otrora fue una vaca o un cerdo era un asunto que no me hubiera perdonado jamás.

Alguien había asesinado a dicho animal para que en la mesa de mis padres no faltase un pedazo de carne. Irónicamente pensaba en ello sintiendo vergüenza de la humanidad y de mí mismo por permitir tal masacre mientras a mis pies los rodeaba una ligera capa da cuero negro. Nada más que unos zapatos de piel vacuna.


La industria alimenticia es sólo uno de los casos más sonados en cuestiones de maltrato animal. Negar que cerdos, vacas y aves son víctimas de crueldad en los mataderos sería un grave error de nuestra parte; sin embargo –si es que se nos permite comparar cifras o consecuencias–, con seguridad podemos decir que los embutidos, sándwiches o gelatinas son quienes padecen menos el martirio. También hay que prestar atención a los roedores, primates, perros y gatos que diariamente son utilizados hasta la muerte por científicos que se esfuerzan en encontrar la cura a ciertas enfermedades que aquejan al ser humano.


¿Es necesario el sufrimiento animal para el bienestar humano?


Hay quienes piensan que esto es un mal necesario, argumentando que importa más una vida humana antes que cualquier otra, porque al final del día —o al menos eso es lo que dicta el ego humano— será el hombre y nadie más quien se encargará de preservar ciertas especies.

Para gran parte de la humanidad es evidente que erradicar el cáncer resulta más importante que ver a un mono gritar en la copa de un árbol; evitar los efectos de la radiación solar sobre la piel es un asunto de mayor urgencia frente al gusto de acariciar un conejo, o que oír chillar a un cuyo probablemente no importe tanto como el hecho de que cualquier producto cosmético pueda tener efectos negativos sobre la piel humana.

Sin embargo, frente a estos pensamientos se impone Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1952, al asegurar que «cualquiera que esté acostumbrado a menospreciar la vida de cualquier ser viviente está en peligro de menospreciar también la vida humana». Entonces.

¿Está justificada la experimentación en animales en nombre de la ciencia?

Escribir sobre el maltrato animal en nombre de la ciencia es una manera de delimitar un tema completamente extenso que no abarca sólo las investigaciones y experimentos que, sin lugar a dudas, se hacen en pos de un mejor futuro para la humanidad. Ningún científico trabaja con la intención de hacer sufrir o torturar a cualquier ser vivo; sin embargo, esto pasa día con día y es una realidad innegable. 

Tal parece que hablar de maltrato animal es aludir siempre e inevitablemente a nuestra naturaleza atolondrada, la misma que defiende y viste a perros y gatos, mientras asesina toros en pos del arte y el legado cultural, la misma que al aplastar una mosca y dejar vivir a una mariposa basa su ética y el respeto a la vida en absurdos criterios estéticos. La insuperable violencia humana que en busca de una identidad que le coloque en la cima de la cadena alimenticia se vale de otras especies para lograr su cometido.

Simios maquillados, conejos fosforescentes, ratas cocainómanas o con cáncer terminal... Todo animal que tenga en el rostro el símbolo de nuestro egoísmo es un testimonio vivo de cómo no nos hemos podido encontrar como especie y la manera en que descargamos esa frustración en criaturas que nos han superado en instinto, más no en fuerza.

 No obstante, a estas alturas ya no podemos retractarnos de nada. La crueldad quedará grabada en nuestra historia provocando que, después de probar una hamburguesa o vestir un par de botas, no hagamos otra cosa sino sentir culpa por todos aquellos que murieron en pos de nuestro bienvivir y claro, por el ¡ay!, pobre Bobby, a quien le fallé después de probar un pedazo de carne apenas unos meses después de su trágica muerte.




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